sábado, 17 de mayo de 2008

Madrid en el Siglo XIX

Una síntesis de la evolución política de Madrid en el siglo XIX requiere una precisión previa, aconsejable siempre que se aborda cualquier época o aspecto de la vida madrileña: Es grande el riesgo de elaborar una panorámica de la historia de España en el marco madrileño, por su condición de capital de la nación y, por tanto, de sede de los órganos supremos del Estado, dejando totalmente olvidada a la Villa de Madrid y, en consecuencia, relegando a la sombra la propia historia de los madrileños, en tanto que ciudadanos, y de sus órganos municipales de gobierno y administración. No es advertencia baladí porque la simple consulta de la copiosa bibliografía que la Villa y Corte ha venido acumulando en los últimos cuatro siglos y, de forma muy especial, el interés que por la investigación en temas locales se viene experimentando en los últimos años, muestran el frecuente deslizamiento desde enfoques madrileños a generalizaciones de nivel nacional no siempre coincidentes con lo que es propio y característico de Madrid. Admitamos que la confusión es fácil y que la frontera entre lo municipal y lo estatal no resulta, con frecuencia, demasiado nítida y se puedan hipervalorar hechos locales madrileños elevándolos a la categoría de acontecimiento nacional o, en otras ocasiones, madrileñizar en exceso un hecho de ámbito nacional. Ya Mesonero Romanos consideraba entre las tentaciones de la vida madrileña el que "siendo la capital el gran laboratorio de la historia contemporánea, el arsenal de la política palpitante, por muy impolítico que un hombre haga profesión de ser, es imposible dejar de descuidar algunas horas sus negocios propios por ocuparse en los públicos, ya leyendo los periódicos, ya asistiendo a una tribuna, ya conversando en un café" .
La vida política del Madrid decimonónico, esto es, aquella en que según lo dicho el pueblo madrileño tiene un singular protagonismo, la situaremos entre dos fechas 1808-1874.

La culminación de algunos de los proyectos arquitectónicos y urbanísticos iniciados por Carlos III en Madrid, se vieron bruscamente interrumpidos en los días forales del reinado de Carlos IV a causa de la invasión francesa de 1808. Otro acontecimiento de no menor calado político, el Desastre del 98, vendría a cerrar el período estudiado en estas páginas que, prácticamente, coincide con el grueso del siglo XIX. La población de la capital pasó entonces de 160.000 habitantes, al iniciarse el siglo, a 540.000 en el año de 1900. El pulso de Madrid en este largo período, como ciudad y arquitectura, resulta muy distinto según los momentos en que comprobáramos sus latidos, pues las vicisitudes políticas pesan de manera decisiva en la actividad edilicia y ésta reclama más que ninguna otra actividad una estabilidad tanto política como económica que no siempre se dio en nuestro siglo XIX. Resulta fácil imaginar que el Madrid salido de la Guerra de Independencia vería con muchas dificultades la reactivación de la arquitectura, mientras que bajo la euforia del Madrid Alfonsino se entiende bien la multiplicación de edificios tanto de carácter público como privado. Entre una y otra etapa, entre el Madrid de Fernando VII y el de Alfonso XII, hay un largo puente que coincide con el Madrid de Isabel II, en el que la ciudad rompe su estrecho molde y se decide a cambiar de imagen, primero con la reforma de su casco antiguo y después ensayando la alternativa del Ensanche. Desde este punto de vista resulta factible el establecimiento de una triple división cronólogica en la historia edilicia y urbana de Madrid, coincidiendo con cada uno de los tres tercios del siglo que políticamente responden a los tres monarcas citados. Esto es, tras el episodio de la Guerra de Independencia (1808-1813), cabe señalar en primer lugar la existencia de un Madrid Fernandino (1814-1833) en el que el triunfalismo en torno al Deseado se vio limitado por la penuria de la situación económica. Son muchos los proyectos soñados para Madrid pero muy pocos los que llegan a cabo.

La Población

A partir del supuesto de que tanto la población global como sus tasas biológicas, tendencias y estructura constituyen una dimensión esencial de la sociedad, se le ha prestado atención en los últimos años al fenómeno del crecimiento de Madrid en efectivos humanos. Empero, aunque no faltan fuentes ni estudios que nos permitenierta seguridad en cuanto a las dimensiones y evolución de la población madrileña, otros aspectos requieren todavía una investigación más acabada y la búsqueda de los datos sobre los que pueda cimentarse una síntesis.

Tenía Madrid en 1800, según las distintas fuentes, entre 175.000 y 200.000 habitantes; alcanzaba en 1900 los 540.000. Esta notable multiplicación del censo por 2.5. ó 3, según se acepte el recuento de partida, superior ligeramente a la experimentada por el conjunto de las ciudades españolas y claramente ventajosa con respecto al conjunto de la nación, no podía ser considerada un fenómeno excepcional en el cuadro de las capitales políticas europeas, algunas de las cuales experimentaron un incremento muy superior en el número de sus vecinos, porque en esta centuria París multiplicó su censo por 5, Londres y San Petersburgo por 6, Viena por cerca de 7, Berlín por 11 y Munich por 12.5 . Dependiendo este fenómeno no de factores biológicos, puesto que la mortalidad urbana en la edad industrial fue especialmente elevada, sino de factores político-económicos, hemos de suponer que si Madrid exhibía condiciones excepcionales de absorción poblacional en el contexto del desarrollo económico y social de España, presentaba en el marco continental estas ventajas de forma bastante amortiguada.

Con frecuencia por cultura específicamente madrileña se ha entendido lo que no más que un casticismo proyectado desde arriba que acabó por universalizar unos populares como epicentro de la cultura popular, confundiendo temas con público, ambientes casticistas y costumbristas fueron difundidos desde diversos ángulos:dibujos, relatos de zarzuela en su versión género chico, el baile o el teatro.

El retrato de tipos, costumbres y ambientes de Madrid ya constituyó una de las pintura de Goya desde el siglo XVIII. En el primer cuarto del siglo XIX, los grabados de Alenza los que representen majas, músicos ambulantes o caleros, y después los dibujos y pinturas costumbristas de Francisco Ortego. El relato constumbrista, curioso y anecdótico tuvo su pluma más destacada en Ramón de Memero Romanos, desde la publicación durante el Trienio Liberal de Mis ratos perdidos ligero bosquejo de Madrid de 1820 y 1821, inaugurando una larga trayectoria de cronistas de la Villa y relatos costumbristas. A finales de siglo Pedro de Répide recogía testigo del "madrileñismo".

Los orígenes de otro de los emblemas líricos de Madrid, el baile del chotis, parecen situarse en la práctica de un baile cortesano celebrado en noviembre de 1850 en el Palacio , derivado de la polca alemana y que se extendió hacia otros espacios de sociabilidad -el conjunto social-. Mientras, en los años sesenta del siglo aumentaban su presencia en calles de la ciudad los murguistas y organilleros, incluidos en el repertorio del castizismo. Pero será la zarzuela a partir de los años cuarenta y cincuenta, el género musical que alternando lo cantado y lo recitado mejor refleje temas y personajes del costumbrismo. Son las obras de los años cuarenta de Rafael Hernando o la música de Gaztambide, grieta o Barbieri, que ocuparon el Teatro de la Zarzuela a partir de su inauguración en 356. Tuvieron singular éxito las obras de Francisco Asenjo Barbieri Pan y toros (1864) y El barberillo de Lavapiés (1874). Es preciso destacar también el estreno en 1870 de fresco de Tomás Luceño, considerada por algunos como el acta de nacimiento 3el "género chico", o La canción de Lola en 1880, como derivación de la zarzuela que coge la tradición de pasos, entremeses y sainetes, y se articula a partir de una descripción de los tipos y costumbres de Madrid. El apogeo de este género se sitúa en la última Jazcada del siglo, con el mundo urbano madrileño como tema estrella. Así, otros hitos fueron el estreno de La Gran Vía de Chueca y Valverde en 1886 y de La verbena de la Paloma (1894) de Tomás Bretón y Ricardo de la Vega, o La Revoltosa de Chapí. El siglo cierra con el comienzo de la difusión de los sainetes de Amiches. En 1898 se estrenó il santo de la Isidra (con música de Torregrosa), paradigma del casticismo y el costumbrismo que consolidaba un tópico de "chulapería", con ademanes y expresión lingüística específicos, como arquetipo exagerado que se aplica a la identidad del elemento popular madrileño.
Mientras tanto, Madrid se termina de configurar como alojamiento de la intelectualidad española y de las nuevas generaciones de la cultura critica. Por eso de Madrid al cielo....

Madrid en el siglo XIX

Mesonero, gran madrileñista, se ocupó de la mejora y desarrollo de la capital de España.
Fragmento de Memorias de un setentón.De Ramón de Mesonero Romanos.

Toda esta serie de desgracias públicas y privadas, el consiguiente desconsuelo que me inspiraban éstas, y el temor del giro que pudieran tomar los sucesos, no hicieron más que remachar más y más mi ingénita aversión a la política, y el firme propósito de conservarme en el retraimiento más absoluto, aunque sin renunciar a mis opiniones de siempre; refugiándome en mis cariñosas afecciones hacia las letras, y también hacia las nobles ideas del verdadero progreso social. A este fin, y venciendo con energía y fuerza de voluntad mi abatimiento físico y moral, me ocupé, aun antes de arreglar mis intereses propios, en dar la última mano a mis observaciones de viaje, dignas, a mi entender, de ser sometidas a la opinión de mis convecinos, y las di a la estampa en una extensa memoria, a la que puse el título de Rápida ojeada de la capital, y de los medios de mejorarla, y con el fin de darla más pronta circulación, la publiqué como Apéndice a la última edición del Manual de Madrid.
Dicha memoria estaba dividida en cuatro secciones, con los epígrafes de Salubridad, Comodidad, Ornato. Seguridad, Vigilancia, Beneficencia. Trabajo e Industria. Instrucción y Recreo. En ellas iba recorriendo uno por uno todos los ramos del servicio municipal, y comparando su estado actual (que era por demás deplorable) con los adelantos respectivos que había observado en las capitales extranjeras, proponía, sin exageración y sin acrimonia, aquellas mejoras que a mi juicio eran aceptables en nuestro pueblo, para acercarle en lo posible al estado de adelanto en que se hallaban los extranjeros.

Contrayéndome en la primera sección a la parte material de la villa de Madrid, encarecía la necesidad de su amplificación por los lados del Norte y Levante, y la adopción de alguno de los planes propuestos para el abastecimiento de aguas, bastantes al consumo de la población y al riego de sus campiñas, con los datos curiosos que pude allegar sobre este asunto. Pasaba después a ocuparme en el abastecimiento de los mercados, y a la construcción de algunos de éstos en los sitios que designaba, haciendo desaparecer los misrables cajones para la venta, que obstruían y afeaban las encrucijadas y calles, algunas tan importantes como la de la Montera (red de San Luis) y la de Atocha (Antón Martín). Trataba luego de la necesidad de romper, nivelar y ensanchar varias calles y plazas, adornando éstas con el plantío de arbustos y flores, a imitación de los squares de Londres; la reforma del empedrado, que era entonces pésimo y formado con guijarros de pedernal desiguales y con el arroyo en el centro de la calle, sustituyéndole por la forma convexa, con vertientes a los lados, y la colocación de aceras algún tanto elevadas, según lo había observado en París, Londres y otras capitales, y hasta en la misma Barcelona. La sustitución de los mezquinos farolillos del alumbrado público por un buen sistema de reverberos (el gas no era todavía accesible por su gran coste, y de él sólo se habían hecho ligeros ensayos en las fiestas del nacimiento y de la jura de la princesa). Insistí también en la reforma completa de la meración de las casas, que ya había propuesto en el Manual, adoptando el sistema de los números pares a la derecha e impares a la izquierda, para evitar la absurda confusión del establecido de 1750, dando vueltas a las manzanas de las casas. La fijación de nuevas lápidas claras y consistentes con el nombre de cada calle a la entrada y salida de ella, y la variación de muchos nombres duplicados y aun triplicados, ridículos y hasta obscenos, sustituyéndolos con los de hechos históricos y personajes notables del país. La limpieza diaria –que entonces era semanal– de dichas calles, y la supresión de los basureros de los portales; la de los canalones exteriores y la de las buhardillas en las nuevas construcciones de casas particulares, y la recomendación de ciertas condiciones en éstas, para la debida seguridad, salubridad y ornato de la población. Hablé también de la conveniencia de erigir en las plazas algunos monumentos para conmemorar hechos gloriosos y hombres célebres, y con este motivo, y haciendo la descripción de los cementerios de París y de la célebre abadía de Westminster en Londres, me detenía en denunciar la mezquindaz, insalubridad y repugnante aspecto de nuestros dos únicos cementerios generales, proponiendo en este punto las radicales reformas que juzgué necesarias.
En la segunda sección, de Seguridad, Vigilancia y Beneficencia, propuse la nueva división civil y eclesiástica de Madrid, que eran por demás absurdas (y esta última continúa siéndolo aún); la formación por la Municipalidad de un censo exacto del vecindario; el levantamiento de un plano topográfico de la villa en grande escala y detallado, para servir a su reforma y alineaciones sucesivas, con arreglo a un sistema general; la adopción de una Ordenanza municipal para el mejor orden y buen gobierno de la villa. Hablaba también de la reducción de muchos albergues y hospitales especiales, que yacían en desuso, y su reunión a los generales, la mayor extensión de la hospitalidad domiciliaria y la reforma de los hospicios, albergues, Inclusa y demás establecimientos benéficos. Propuse igualmente la supresión de ambas cárceles de Corte y de Villa, situadas en las casas de la Audiencia y del Ayuntamiento, y la apremiante necesidad de construir otra u otras con mejores condiciones. Tratando luego de nuestro benéfico Monte de Piedad (que era gratuito entonces, y por lo tanto, insuficiente para atender a las públicas necesidades), propuse que fuese autorizado para exigir en los préstamos un módico interés. De aquí pasé a proponer la creación de una Caja de Ahorros, tal como las que había visto en los países extranjeros, cabiéndome la satisfacción de ser el primero que llamó la atención del público y del Gobierno hacia tan benéfica institución, a cuya creación tuve también la suerte de concurrir cuatro años más tarde.

En la sección de Industria y Comercio excitaba el interés individual y el espíritu de asociación hacia la creación de compañías de seguros de vida, de muebles y de transportes de comestibles, y discurriendo sobre nuestra proverbial indolencia y la necesidad del aprovechamiento del tiempo, me atreví a indicar la disminución de los días festivos, la supresión de las fiestas de toros en los días laborables (los lunes), y hasta la mejor distribución del día, comiendo más tarde, ampliando las horas de trabajo en las oficinas, en los tribunales y hasta en las Cortes, que entonces terminaban sus sesiones a las dos o las tres de la tarde (que era la hora de comer), y la necesidad, en fin, de estimular al trabajo y aprovechar el tiempo, de que éramos entonces pródigos derrochadores. Dirigiéndome al interés privado, proponía el acometimiento de empresas mercantiles; la apertura de establecimientos decorosos de comercio, entonces por extremo desaliñados y primitivos; la formación de pasajes y bazares, de los cuales sólo existían en Madrid las covachuelas de San Felipe o la plaza del Rastro; el establecimiento de buenas fondas y hoteles, de que sólo eran representantes posadas o paradores como los del Peine, en la calle de Postas; de la Gallega, en la de la Montera; de los Huevos, en la de la Concepción Jerónima, y de los Segovianos, en la del Carmen, además de los anacronímicos que aún existen en las de Toledo y Cava Baja. Propuse igualmente el establecimiento de los coches de placa o de punto fijo, absolutamente ignorado en Madrid, y otras muchas reformas en el servicio público, que recomendaba al celo de las autoridades municipales y al cálculo del interés particular.
Por último, en la sección que titulé de Instrucción y Recreo abogaba –no sé si indiscretamente– por la traslación a Madrid de la Universidad de Alcalá de Henares; la formación de sociedades científicas y literarias, especialmente del primitivo Ateneo; estimulaba a los industriales para la apertura de gabinetes de lectura, y la publicación de periódicos ilustrados y baratos, tales como el Penny Magazzine, de Londres, o el Magasin Pittoresque, de París; la apertura de teatrillos y espectáculos populares, jardines públicos y otros establecimientos propios para la distracción y honesto recreo de las clases más modestas, que emplean sus ahorros en la disipación o en la holganza.

Por la enumeración que antecede de las mejoras que me decidí a proponer en mi citada memoria, puede colegirse el estado material y administrativo de la capital de España en el año de gracia 1835. Quizás hoy, y después del transcurso de casi medio siglo, y de realizadas todas aquellas mejoras y otras muchas que han ido sugiriendo las nuevas necesidades de la sociedad, puedan ser calificadas de incompletas, mezquinas o baladíes aquellas indicaciones; pero hay que tener en cuenta que a la fecha en que hube de hacerlas no lo eran tal; antes bien suponían esfuerzos gigantescos para su realización, y no escaso mérito en quien, apartándose de la indolencia general, tenía la audacia –que tal pudo parecer entonces– de proponerlas y propagarlas. Diez años más tarde tuve ocasión de proseguirlas en mayor escala desde el seno de la Corporación municipal, a que fui llamado.

Fuente: Ramón de Mesonero Romanos. Memorias de un setentón. 2vols. Madrid: Oficinas de la Ilustración Española y Americana, 1881.

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