viernes, 16 de mayo de 2008

El levantamiento de un pueblo:una fecha para la historia, 2 de Mayo de 1808

En torno a las ocho de la mañana del dos de mayo dos coches se encontraban detenidos en la puerta del palacio real de Madrid. En el primero de ellos, los escasos paseantes vieron subir a la reina de Etruria y observaron que junto a los vehículos había un pelotón d jinetes franceses. Algunos curiosos se iban acercando pues hacía días permanecían atentos a los movimientos que se producían en las inmediaciones del palacio. Tal vez algunos ciudadanos, con acierto, dedujeron que el segundo coche era para el infante don Francisco. En ese momento, al parecer un maestro, José Blas Molina y soriano, se adelantó y gritó “¡traición!” y casi de inmediato el centenar de vecinos congregados se lanzaron hacia las puertas del palacio sin que los guardias reales les impidiesen entrar. Al grito de “¡quieren llevarse al infante!” y “¡mueran los franceses!” se cortan los tiros de los coches y se desenganchan los caballos. Desde un balcón un caballero gritó a viva voz: “¡a las armas!”, “¡a las armas!”.

El infante salió a un balcón acompañado de los amotinados y saludó a la multitud congregada ante las puertas. A lo largo de las calles que rodeaban el palacio la insurrección se extendió como una mecha de pólvora, y pronto la ciudad estalló en una revuelta general y lo que parecía ser un motín como el de Aranjuez, pronto se transformó en una auténtica revolución.

Un erancán de Mural se trasladó la palacio de y tras él llegó un soldado aislado, salvando ambos su vida por la intervención de un oficial de la guardia “walona”. Poco después. Poco después un correo francés fue abatido ante la iglesia de san Juan y Murat decidió imponerse por la fuerza bruta a los sublevados. Varias compañías ganaderas de la guardia imperial- lo mejor del ejército francés- fueron enviadas al centro de la ciudad acompañados por dos piezas de artillería. Al llegar acribillaron a balazos a la multitud congregada y sembraron el suelo de cadáveres. El pánico y la furia ya incontrolables. Las tropas de Mencey que acampaban ya en los alrededores de la capital fueron alertadas y se les ordenó marchar hacia la capital. La situación era ya muy complicada, el propio capitán Marbot- en aquel entonces ayudante de campo de Murat- tuvo que abrirse paso con su escolta de dragones a sablazos y disparos y aun así recibió una cuchillada que le atravesó el dolmán.

Por todo Madrid los franceses todos los franceses aislados fueron asesinados sin contemplaciones y en la puerta del Sol centenares de madrileños se concentraron cargados de furia. Los jinetes franceses que subían por la carretera de San Jerónimo fueron tiroteados desde las ventanas al pasar. Mientras avanzaban les tiraban tiestos, ladrillos, tejas etc… varios llegaron heridos y al llegar a la puerta del Sol cargaron contra la multitud. Los mamelucos de la Guardia, coraceros y dragones, acuchillaron a hombres, mujeres y niños ocultando la furia y el odio de los madrileños. Pronto la plaza quedó sembrada de muertos y heridos. Algunos trataron de huir desesperados sólo para caer delante de un grupo de cazadores de la Guardia que llegaban por la calle Mayor, y que hicieron una verdadera carnicería.

Poco a poco los oficiales franceses impusieron algo de orden y detuvieron la matanza, pero desde el palacio del duque de Hijar, algunos sublevados se negaron a rendirse y siguieron disparando, hasta que los enfurecidos soldados franceses tras romper las ventanas y puertas de la planta baja penetraron en el edificio en el que mataron a todos, culpables o inocentes, destrozando el mobiliario y arrojando los cadáveres por las ventanas.

No muy lejos de allí, los insurrectos se dirigieron al parque de artillería de Monteleón, donde algunos artilleros y dos capitanes, Daoiz y Velarde, haciendo caso omiso de las órdenes de su superior, el capitán general Francisco Javier Negrete, que había impartido las instrucciones a las tropas españolas de permanecer acuarteladas y observando en total neutralidad, se unieron a los sublevados. Los franceses tuvieron que finalmente tomar al asalto el parque, defendiendo heroicamente hasta el final por un grupo de pequeños patriotas. Al llegar la noche, la gente aterrorizada no salía de sus casas y todo parecía un cementerio.

Aquí y allá sonaban aún disparos aislados. Los franceses habían tenido entre 160 y 170 muertos y muchos más heridos. Los madrileños habían perdido a 406 de sus ciudadanos y 172 estaban heridos, según datos bastante fiables de de Pérez de Guzmán- si bien estas cifras no cuentan aquellos muertos que no son madrileños, estos datos han sido corregidos ligeramente en los últimos años-. Estudios más modernos han añadido además que se encontraban entre los muertos muchos de: Perú, Venezuela, Cuba y de otros países como: Bélgica, Suiza e incluso Polonia. Murat tenía ahora un buen pretexto para ocupar militarmente la capital sin contemplaciones. La junta de Gobierno se puso de inmediato a sus órdenes y el consejo de Castilla, que había publicado durante el alzamiento una proclama en la que prohibía maltratar a los franceses, hizo otra en la que proclamaba ilegales las reuniones en lugares públicos, y ordenaba la entrega de armas blancas y de fuego a las autoridades. A partir de ese momento Murat decidió actuar de forma implacable. Lo primero era controlar al ejército español, por lo que tras confirmar la orden de acuartelamiento de Negrete, creó comisiones mixtas con oficiales franceses y miembros del Consejo que, con ayuda de las tropas de ambos países, vigilasen y cuidasen del mantenimiento del orden de las calles. La segunda medida era aplicar un castigo ejemplar a los rebeldes, para lo cual creo una comisión militar presidida por el general Grouchy, en la que también había representantes del ejército español, y sentenció a muerte a todos aquellos que habían sido cogidos con armas de fuego en la mano- es decir, a todos- e incluso a los que entregasen sus armas en un plazo de dado por el consejo de Castilla. Además, dio instrucciones para que estas proclamas se aplicasen en toda España. El gran duque de Berg pensaba casi con seguridad, que se había ganado a pulso la corona de España.

Sin embargo el alzamiento del dos de Mayo, había mostrado dos cosas importantes. La primera que la revuelta había sido encabezada, liderada y llevada a cabo por el pueblo llano, pues las clases altas y la burguesía se abstuvieron de intervenir, y al igual que el ejército, guardaron un bochornoso silencio mientras “la chusma” era masacrada por los franceses en la madrugada, mientras el silencio de la noche era atrozmente roto por las descargas de fusiles en la Moncloa, donde se pasó por las armas a los insurrectos, casi nadie era consciente de lo que había ocurrido. El pueblo era por primera vez el dueño de su destino, abandonados por los asaltos dignatarios de la Iglesia, por la nobleza y el ejército, acababa de dar una señal que pronto sería escuchada en toda España. La misma tarde del dos de mayo, fugitivos de Madrid huían hacia el sur habían llevado, las noticias de lo que ocurría en la capital, de los muertos, de la represión de la violencia y Andrés Torrejón, alcalde de la villa de Móstoles, dictaba una proclama a sus vecinos instándoles a tomar las armas, “pues no hay fuerzas que prevalecen contra quien es leal y valiente, como los españoles lo son”. Era la primera declaración de guerra contra el invasor de la patria. No la había hecho un ministro, ni un alto dignatario del Estado, del Estado, del Consejo o de la Junta de Gobierno, tampoco un general. Sólo un sencillo alcalde, pero es que no había nadie más.

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